abaporu

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domingo, 9 de junio de 2013

RITO


RITO
Por Violeta Prieto Granada

Al primer tropicalista, Oswald de Andrade.


Despertó antes que el alba, muy concentrado en su nueva tarea.
Después de haber luchado en tantas batallas y enfrentado habilidosos adversarios no esperaba descubrirse ansioso, este sentimiento lo sorprendió cuando dormía. Sus sueños solían traicionarlo a menudo, rememorándole alguna escena bélica en la que terminaba herido y sintiéndose morir…

- Dicen que los sueños existen para predecir el futuro, pensaba Abaporu,- pero qué obviedad tan certera anticipan los míos…

Incorpora su desafiante figura y deja ver esos miembros disonantes; una anatomía acopiada con tal falta de armonía. Imponente altura que fuera atribuida en leyenda a las aventuras amorosas de su madre con las araucarias del monte, fortaleza inexpugnable gestada con la sabia de los quebrachos que corría por sus venas. Ni él ha podido tener noticia del que fuera su padre, y Keraná sabía guardar muy bien los secretos…

Después de la muerte de Tau y de criar a su descendencia marcada por el estigma, Keraná se escapó para vivir sola en el bosque, tejiendo profundas relaciones con la naturaleza, de esos lazos fue engendrado Abaporu. Destetado precipitadamente adopta al monte como matrona, alimentándose de sus entrañas y aprendiendo primeramente el lenguaje de las fieras, antes que el de su estirpe.

Se dispone a ingerir su primer alimento del día levantando el brazo derecho, enorme y fibroso, para alcanzar el panal, bebe y seca su boca con el izquierdo, semejante a una rama fina y quebradiza de guayaba. Luego se pone en marcha movilizando sus gigantescos pies que, paradójicamente, no generan sonido alguno entre los matorrales. Se desplaza como un fantasma, un espectro alto y deforme que sobrevuela las matas.

La nariz desproporcionada desentona horriblemente el conjunto de su rostro, vibrante advierte los olores y lo guía. Mediante sus prácticas caníbales ha logrado hiperdesarrollar miembros de su cuerpo y rediseñarlo íntegramente para la cacería; Abaporu aprendió esta práctica de su madre.

Moviliza una de sus amplias orejas al escuchar el eco del quejido de su contrincante, con el que se batió en duelo nocturno, por horas, hasta darle herida de muerte. Siempre hay que procurar mantenerlos con vida. Una vez concluida la contienda, lo depositó en la cueva para que los gritos no interrumpieran su descanso.

A medida que iba ingresando descubría que los quejidos aparentes se convertían en ahogados gritos.

Abaporu miró fijamente al guerrero que yacía tendido en la roca, lo analizó y empezó a rememorar sus movimientos durante la contienda, de inmediato individualizó los miembros que habían tenido mejor desempeño, y así pronto consiguió determinar la habilidad especial de aquel hombre. En ese mismo lugar preparó la ceremonia y en horas de la siesta se dio el festín sagrado. Con el crepúsculo, arrojó los restos al río.

En todos los pueblos de la región su nombre era el sinónimo de terror y esa fama se la había ganado no solo por el sublime nivel espiritual que le había insuflado al rito antropofágico, rito que al fin y al cabo era común a la mayoría de las culturas locales, sino más bien por esas capacidades que, a través de dicha práctica, había potenciado en su anatomía, desarrollando desmedidamente aquellos órganos que ingería con asiduidad. Testimonio viviente de que  las destrezas se incorporan con la ingesta, aficionado a la experimentación, había llevado el rito a la perfección y a su cuerpo al límite de lo imposible. En esos andares fue descubriendo que no tenía el mismo efecto consumir criaturas del monte y las aguas, como las de su propia especie…

No protegía a ningún pueblo, tampoco odiaba a nadie, solo combatía y mataba a los grandes guerreros de todos los lares para darse el gusto de consumir la carne de su miembro más sagrado.

- Tupá ha dotado a cada uno de un don divino, decía, - y depende de cada cual desarrollarlo a cabalidad.

Hacía muchos años que no probaba otra presa que la humana, y cada mañana despertaba con un nuevo trofeo.

Keraná lo vigilaba y estaba al tanto de su actuar; a menudo le pedía favores que a él no le agradaban, como raptar jóvenes y madres para traérselas. El insaciable apetito de su madre se convirtió en un manantial de belleza, juventud y fertilidad infinitas. Pero a ella nadie la odiaba porque nunca había sido vinculada a esos actos. Las mujeres desaparecían e inmediatamente Abaporu era culpado de salvajes atropellos sexuales y muertes.

Sonaban los gritos de las mujeres en la negrura encapotada del bosque, en esos días de luna nueva cuando Keraná iniciaba su ciclo de sacrificios. Creció así la creencia de que Abaporu las tenía presas y que solo en esas noches de luna las dejaba bañar en el río para luego retornarlas al encierro, no sin antes tomar una elegida para el festín. Los rumores lo confundieron en ira y tristeza, se sentía profundamente agraviado porque le atribuían la degradación del sagrado rito. No podía concebirse ingiriendo débiles partes femeninas.

Pero más allá del solemne salvajismo de su temple, temía y conocía el poder de su madre, de hecho en sus sueños de muerte se repetía una escena en la que su cuerpo era desgarrado por las fauces de Keraná. Por eso hace un tiempo la andaba evadiendo escondiéndose entre los esteros mientras planeaba perderse hacia los montes del norte. 

El hastío le invadió un día de tanto soportar los asajé haku1 en el pantano, y resuelto la encaró con tenaz negativa a seguir cómplice de sus planes.

El calor irritante de una húmeda tarde en la que despuntaba la luna nueva, bastó para que emergieran ebrios vengadores con lanzas, antorchas y sus kambuchi2 rebozados de chicha. Le temían, pero la locura los gobernó desde el rapto de las últimas mujeres. Enajenados propiciaron el incendio del ka´a guazú3 sin ponderar sus propias vidas.

Avaporu alertó el gemido de las fieras ardientes mientras procuraba un guerrero de otra tribu. De pronto, un súbito embate de frío punzón lo detiene y como ráfaga se propaga el penetrante dolor hasta tocar su alma. Mira la herida y atónito reconoce el arma. Con un reflejo ofensivo se voltea y no da crédito a lo que ven sus ojos, paralizado por el estupor recibe sin oposición el ataque de sus siete semihermanos que lo rodean. Escucha a lo lejos la voz de orden de Keraná. Abatido, cae y abraza las raíces descubiertas de un guatambú.

Tambores y lamentos saturan esa phyhare pohýi4; como cada luna nueva, se prepara el ritual, pero esta vez la carne virgen se ha adobado con la savia del quebracho y la araucaria.  

1 siestas calientes
2 cántaro
3 bosque grande
4 noche pesada

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