RITO
Por Violeta Prieto Granada
Al primer tropicalista,
Oswald de Andrade.
Despertó antes que
el alba, muy concentrado en su nueva tarea.
Después de haber
luchado en tantas batallas y enfrentado habilidosos adversarios no esperaba
descubrirse ansioso, este sentimiento lo sorprendió cuando dormía. Sus sueños
solían traicionarlo a menudo, rememorándole alguna escena bélica en la que
terminaba herido y sintiéndose morir…
- Dicen que los
sueños existen para predecir el futuro, pensaba Abaporu,-
pero qué obviedad tan certera anticipan los míos…
Incorpora su
desafiante figura y deja ver esos miembros disonantes; una anatomía acopiada
con tal falta de armonía. Imponente altura que fuera atribuida en leyenda a las
aventuras amorosas de su madre con las araucarias del monte, fortaleza
inexpugnable gestada con la sabia de los quebrachos que corría por sus venas.
Ni él ha podido tener noticia del que fuera su padre, y Keraná sabía guardar
muy bien los secretos…
Después de la
muerte de Tau y de criar a su descendencia marcada por el estigma, Keraná se
escapó para vivir sola en el bosque, tejiendo profundas relaciones con la
naturaleza, de esos lazos fue engendrado Abaporu. Destetado precipitadamente
adopta al monte como matrona, alimentándose de sus entrañas y aprendiendo
primeramente el lenguaje de las fieras, antes que el de su estirpe.
Se dispone a
ingerir su primer alimento del día levantando el brazo derecho, enorme y
fibroso, para alcanzar el panal, bebe y seca su boca con el izquierdo,
semejante a una rama fina y quebradiza de guayaba. Luego se pone en marcha
movilizando sus gigantescos pies que, paradójicamente, no generan sonido alguno
entre los matorrales. Se desplaza como un fantasma, un espectro alto y deforme
que sobrevuela las matas.
La nariz
desproporcionada desentona horriblemente el conjunto de su rostro, vibrante
advierte los olores y lo guía. Mediante sus prácticas caníbales ha logrado
hiperdesarrollar miembros de su cuerpo y rediseñarlo íntegramente para la
cacería; Abaporu aprendió esta práctica de su madre.
Moviliza una de sus
amplias orejas al escuchar el eco del quejido de su contrincante, con el que se
batió en duelo nocturno, por horas, hasta darle herida de muerte. Siempre hay
que procurar mantenerlos con vida. Una vez concluida la contienda, lo depositó
en la cueva para que los gritos no interrumpieran su descanso.
A medida que iba
ingresando descubría que los quejidos aparentes se convertían en ahogados
gritos.
Abaporu miró
fijamente al guerrero que yacía tendido en la roca, lo analizó y empezó a
rememorar sus movimientos durante la contienda, de inmediato individualizó los
miembros que habían tenido mejor desempeño, y así pronto consiguió determinar
la habilidad especial de aquel hombre. En ese mismo lugar preparó la ceremonia
y en horas de la siesta se dio el festín sagrado. Con el crepúsculo, arrojó los
restos al río.
En todos los
pueblos de la región su nombre era el sinónimo de terror y esa fama se la había
ganado no solo por el sublime nivel espiritual que le había insuflado al rito
antropofágico, rito que al fin y al cabo era común a la mayoría de las culturas
locales, sino más bien por esas capacidades que, a través de dicha práctica,
había potenciado en su anatomía, desarrollando desmedidamente aquellos órganos
que ingería con asiduidad. Testimonio viviente de que las destrezas se
incorporan con la ingesta, aficionado a la experimentación, había llevado el
rito a la perfección y a su cuerpo al límite de lo imposible. En esos andares
fue descubriendo que no tenía el mismo efecto consumir criaturas del monte y
las aguas, como las de su propia especie…
No protegía a
ningún pueblo, tampoco odiaba a nadie, solo combatía y mataba a los grandes
guerreros de todos los lares para darse el gusto de consumir la carne de su
miembro más sagrado.
- Tupá ha dotado a
cada uno de un don divino, decía, - y depende de cada cual
desarrollarlo a cabalidad.
Hacía muchos años
que no probaba otra presa que la humana, y cada mañana despertaba con un nuevo
trofeo.
Keraná lo vigilaba
y estaba al tanto de su actuar; a menudo le pedía favores que a él no le
agradaban, como raptar jóvenes y madres para traérselas. El insaciable apetito
de su madre se convirtió en un manantial de belleza, juventud y fertilidad
infinitas. Pero a ella nadie la odiaba porque nunca había sido vinculada a esos
actos. Las mujeres desaparecían e inmediatamente Abaporu era culpado de salvajes
atropellos sexuales y muertes.
Sonaban los gritos
de las mujeres en la negrura encapotada del bosque, en esos días de luna nueva
cuando Keraná iniciaba su ciclo de sacrificios. Creció así la creencia de que
Abaporu las tenía presas y que solo en esas noches de luna las dejaba bañar en
el río para luego retornarlas al encierro, no sin antes tomar una elegida para
el festín. Los rumores lo confundieron en ira y tristeza, se sentía
profundamente agraviado porque le atribuían la degradación del sagrado rito. No
podía concebirse ingiriendo débiles partes femeninas.
Pero más allá del
solemne salvajismo de su temple, temía y conocía el poder de su madre, de hecho
en sus sueños de muerte se repetía una escena en la que su cuerpo era
desgarrado por las fauces de Keraná. Por eso hace un tiempo la andaba evadiendo
escondiéndose entre los esteros mientras planeaba perderse hacia los montes del
norte.
El hastío le invadió un día de tanto soportar los asajé haku1 en el pantano, y resuelto la encaró con tenaz negativa a seguir cómplice de sus planes.
El calor irritante
de una húmeda tarde en la que despuntaba la luna nueva, bastó para que
emergieran ebrios vengadores con lanzas, antorchas y sus kambuchi2 rebozados de chicha. Le temían, pero
la locura los gobernó desde el rapto de las últimas mujeres. Enajenados
propiciaron el incendio del ka´a
guazú3 sin ponderar sus propias vidas.
Avaporu alertó el
gemido de las fieras ardientes mientras procuraba un guerrero de otra tribu. De
pronto, un súbito embate de frío punzón lo detiene y como ráfaga se propaga el
penetrante dolor hasta tocar su alma. Mira la herida y atónito reconoce el
arma. Con un reflejo ofensivo se voltea y no da crédito a lo que ven sus ojos,
paralizado por el estupor recibe sin oposición el ataque de sus siete
semihermanos que lo rodean. Escucha a lo lejos la voz de orden de Keraná.
Abatido, cae y abraza las raíces descubiertas de un guatambú.
Tambores y lamentos saturan esa phyhare pohýi4; como cada
luna nueva, se prepara el ritual, pero esta vez la carne virgen se ha adobado
con la savia del quebracho y la araucaria.
1 siestas calientes
2 cántaro
3 bosque grande
4 noche pesada